martes, 28 de abril de 2009


PERO SI VIAJÁIS AL VIENTO,
¿QUÉ VELETA PODRÍA ORIENTAR
VUESTRO TRAYECTO?
(KHALIL GIBRAN)

Removiendo todo lo que guardo en casa, me encuentro con la que fue, quizá, una de las primeras críticas cinematográficas que escribí (hasta entonces, todo pululaba por el pensamiento o era expuesto en conversaciones triviales). Así que aquí os la ofrezco: la película en cuestión, Wilde, es de 1997, y al tratarse de un buen ejercicio de cine sobre la vida de este controvertido poeta, recomiendo su recuperación. Está dirigida por Brian Gilbert y protagonizada por Stephen Fry, Jude Law y Vanessa Redgrave. Tan sólo os ruego que disculpéis el estilo barroquizante que, por entonces, me epataba. Y el texto reza de esta forma:

El reciente e imperioso requerimiento, de alguien ajeno al presente análisis, me impelió a dedicarle, si no a modo de insostenible consuelo, sí como marchita arquitectura de la ordinaria existencia, la siguiente reflexión: "Los espejos de mi infierno tan sólo reflejan las ansias de mi paraíso".

Y este pensamiento es igualmente válido para todo el entramado de imágenes y textos que construyen la película Wilde. A partir del paralelismo que se establece entre el cuento de El gigante egoísta (considero en pleno prescindible la lectura mística, aunque veraz, que le provoca la estancia carcelaria) y la vida del poeta, en el que la constatación de la homosexualidad no deja de ser mera y necesaria anécdota, asisto a su desesperado intento por alcanzar y apresar la Belleza, que él llama Amor. Y, junto a él, vuelvo a aprehender que son erróneos (o no enteramente ciertos) todos aquellos sistemas filosóficos o éticos que aúnan Belleza y Verdad.

La Belleza puede ofrecerse, a los ojos ávidos de la Verdad, construida sobre un armazón de oropeles que, una vez derruidos, demuestran que únicamente escondían el vacío más absoluto, la nada celestial. Mientras tanto, en el camino, vamos arrinconando todo aquello que nos estorba porque ya no nos es útil, porque ya es paradigma de la fealdad. Y, además, lo observamos en piadosa conmiseración, acaso en piadoso homenaje a las ventajas que nos deparó en algún momento. Entiéndase así el rol que desempeñan la esposa del poeta y el amigo con quien conoció "el Amor que no puede expresarse", los auténticos héroes de esta fábula. Héroes que no son víctimas, puesto que, detrás de los diversos estados de la revelación, aceptan someterse a los caprichos del ser al que aman, hasta el punto de que acaban siendo cómplices en la conformidad de "ir hacia lo que la vida les pone por delante". De ahí que estos olvidados, finalmente, resulten triunfantes: la una, por la postración ante la tumba del que fue su esposo; el otro, por compartir su lecho de muerte con el del poeta. Era aquí, entonces, donde residía la Verdad, que es lo que pudiésemos llamar Amor.

Por su parte, la anhelada Belleza, el amor que le inspiraba el joven y decadente lord inglés, experimenta la derrota ya vaticinada desde el mismo momento en que Wilde, para el que ni siquiera es válida ahora su mordaz ironía, queda subyugado por los talentos del que llamará su discípulo. Para que Bosie alcance su plenitud, Wilde debe anularse, debe negarse a sí mismo, incluso debe mentir, esgrimiendo líricos eufemismos, a esa sociedad hipócrita y farisea que ayer le aplaudía y luego lo expolia. La debilidad de Bosie se fortalece con el sacrificio de Wilde. Es Bosie su adversario y no el padre de este, el marqués de Queensberry (con todo, personaje deleznable que acoge en sí mismo el espíritu moral de su siglo).

En una primera lectura, y por supuesto obligatoria si se desea, Wilde se convierte así en un nuevo mesías, el mártir finisecular de la homosexualidad, que sufre su pasión particular, su descenso a la Gehena, su posterior resurrección y su consecuente evangelio, la obra De Profundis. No obstante, en una lectura más amplia, Wilde representa al hombre transfigurado que pretende alcanzar su realización a través del Amor en plenitud, si bien yerra en la búsqueda deslumbrado por la Belleza huera, la Belleza que se sustenta en la materia.

En efecto, en la vida hay dos clases de tragedia: la de los que no consiguen lo que desean y la de los que sí consiguen lo que desean. Wilde vivió las dos tragedias. En esto fue afortunado. Otros ni siquiera conocerán las sombras que los acechan.

Posdata: Insisto en que me perdonéis el estilo. A veces, me puede el retorcimiento expresivo.

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