miércoles, 24 de mayo de 2017

QUE NO ESTÁ MUERTO 
LO QUE DUERME ETERNAMENTE;
Y EN EL PASO DE LOS EONES,
AÚN LA MISMA MUERTE
PUEDE MORIR.
(H.P. LOVECRAFT)

Resumo en una manida expresión francesa la impresión que me provoca esta enésima película de Ridley Scott sobre el mostruito que vino del espacio: déjà vu. Junto con la constatación de que se echa en falta la poderosa presencia de un personaje similar al de la teniente Ripley que, en su día, interpretara la inmensa Sigourney Weaver. Ni siquiera Michael Fassbender, enfundado en la piel de un sintético malvado (y esto no es spoiler porque se ve a la legua), logra despertar mi simpatía, desaprovechando todo el remanente renacentista que revela descaradamente. Por lo menos agradezco la simplicidad con que el guion muestra la obra magna del genio Miguel Ángel cuando el sintético David (¡oh, qué golpe de efecto!) dialoga con su creador, como atento replicante, en una escena que podría ser insertada sin dificultades en Blade Runner (1982), del mismo realizador.

Y ya está. Para acabar, voy a  presentar con algo más de detalle el batiburrillo filosófico, ético y religioso light que, a modo de pastiche, atufa el argumento. Enumero según me venga a la mente y vosotros reflexionáis, que no hay que darlo todo hecho: paradojas emanadas del triplete creador-creatura-criatura; tripulación descreída (entiéndase sin fe) bajo el mando de un capitán sumamente creyente y que acaba convertido en caldo de cultivo; decisiones inmediatas que deciden el destino de los agentes; dicotomía electiva entre el amor y el deber (¿prefieres servir en el cielo o reinar en el infierno?); influencia de azar en el devenir de la existencia; relación cainita de los dos sintéticos (David y Walter) que evoluciona al enfrentamiento entre el sociópata mesiánico y la víctima conformista (incluso se produce un intenso beso de Judas); patógenos concebidos como ángeles exterminadores de civilizaciones... Y no os rallo más.

¡Hasta pronto!

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